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23-F: EL DIA MAS DIFICIL DEL REY

Javier Fernández Ortega
Rebelión
23F, el día más difícil del Rey es una a (1). Pero también, como espero poder demostrar, es dos cosas más: la consolidación de una imagen pública creada y una ficción familiar televisiva.
Breve cronología
En 1947, la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado define la forma política del estado Español como reino, y otorga a Franco -como Jefe de Estado- la potestad de elegir sucesor, con el título de rey o regente, en cualquier momento. En 1948, Juan Carlos de Borbón, el nieto de 10 años de Alfonso XIII es recibido en el Pardo por el dictador y da comienzo su educación según los deseos de Franco.
En 1953 se estrena Vacaciones en Roma.
Con el Plan de Estabilización de 1959 se inicia a la etapa desarrollista del tardofranquismo en España. En 1961, tras un accidente de caza, Franco comienza a considerar seriamente la necesidad de nombrar un sucesor.
En 1962 se estrena La gran familia. Su secuela, La familia y uno más, llega a los cines en 1965.
En 1969, Franco escoge a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la jefatura del Estado; ese mismo año, el ahora Príncipe jura fidelidad a los principios del Movimiento en las Cortes.
De la monarquía absoluta a la constitucional: el caso de España
Desde Kantorowitz (2) sabemos que una de las principales fuentes de legitimidad para la monarquía durante la edad Media y la edad Moderna era la disociación, en dos realidades diferenciadas, de la figura del monarca: como institución eterna e inmutable, por un lado, y como encarnación terrena y temporal de esa misma institución, por otro. Este eficaz sistema permitía que el comportamiento tiránico o pusilánime de algunos reyes no empañara el oficio sagrado e instituido por Dios de la monarquía. También frenaba las ansias de rebeldía de nobles levantiscos y campesinos hambrientos en situaciones de vacío de poder, como las minorías de edad de los reyes o las regencias. En líneas generales, podríamos decir que hasta la Revolución francesa, la monarquía era el sustento simbólico de cada monarca particular, el cual se apoyaba en la tradición secular de la institución y en la gran cantidad de doctrina política que se había construido en torno a ella para afianzar su poder temporal.
Cuando los valores de la Ilustración triunfan, el carácter sagrado de la monarquía es el primero en caer. Ya hubo antes otros reyes ajusticiados, pero cuando se ejecutó en la guillotina a Luis XVI, el verdugo anunció a las masas su nombre de esta manera: citoyen Louis Capet. El rédito político de esa ejecución fue mucho más allá que el de un mero magnicidio: constituyó la liquidación del Antiguo Régimen. Antes de que la cuchilla segara el cuello del rey, la Francia revolucionaria había degradado al monarca a mero citoyen, ciudadano. Y así la Ilustración demostró, tras mucho esfuerzo, que el rey era uno más.
A partir de entonces podría haber monarcas, pero la monarquía en su sentido clásico, sagrado e intocable había desaparecido. Los estados burgueses permitirían la existencia de monarcas siempre y cuando estos basaran la legitimidad de su poder en otro lugar muy distinto: el constitucionalismo, el parlamentarismo o las reglas del juego político. Entre otras razones, de esta forma pudo pervivir la monarquía en Inglaterra: incardinándose con fuerza en la protección del Estado, de un Estado que debía servir como árbitro para el turnismo político y como garante del orden constituyente, previo y anterior al ejercicio de la gestión gubernamental.
En España, en cambio, la situación fue muy otra. La inestabilidad política impidió en todo momento que la monarquía se atribuyera ese papel, y su legitimidad quedó en manos de la tradición –propia del Antiguo Régimen-, hasta tal punto que el intento más serio para adoptar el modelo inglés durante la Restauración acabó provocando el colapso del sistema político y el advenimiento de una dictadura -la de Primo de Rivera- con la connivencia de Alfonso XIII. Con estos antecedentes, y el larguísimo espacio de tiempo que media entre 1931 y 1975, a la muerte de Franco la monarquía en España necesitaba reinventarse.
Como institución, estaba plenamente desacreditada: el último rey había tenido que exiliarse ante la presión popular tras caer la dictadura que él mismo instigó. Y a pesar de que las fuerzas conservadoras habían “vencido” en la Guerra Civil, Juan de Borbón vio sus derechos al trono impedidos por un militar: ni siquiera entre la derecha en el poder se hacían concesiones a la monarquía. Como árbitro del juego político y garante del orden, algo que la monarquía nunca había sido, estaba completamente excluida.
Pero esta situación tenía también ciertas ventajas, más concretamente dos. En primer lugar, la necesidad de reinventar la monarquía sin el estorbo de una tradición heredada permitía hacerlo en los términos exactos para que se consiguiera maximizar el apoyo popular. Esto es lo que he llamado la creación de una imagen pública. En segundo lugar, el truncamiento de la línea dinástica permitía una refundación del linaje real que convenía muy mucho a la legitimidad de la monarquía. Esta segunda ventaja es, creo, la que explica por qué 23F sólo podía realizarse desde el prisma de la ficción familiar.
La creación de una imagen pública
Crear la monarquía posfranquista fue una cuestión de imagen pública. Reinstaurar el modelo monárquico sin apoyo tradicional ninguno implicaba una inversión absoluta de los principios que la tradición monárquica usaba para apuntalar la legitimidad de la Corona. Pero esa inversión ha resultado ser, precisamente, la que ha garantizado en un espacio breve de tiempo la consolidación de una imagen pública intocable e inviolable.
Mencionaba antes el estreno de Vacaciones en Roma en el 53: no en vano, es una película en la que se trata, de manera mucho más amable, de la liquidación de la tradición. La princesa Ann de la película (Audrey Hepburn) escapa del encorsetado mundo de palacio para vivir aventuras junto a un periodista americano (Gregory Peck) bajo el nombre -deliberadamente anodino- de Anya Smith. La princesa Ann era a Luis XVI lo que Anya Smith al citoyen Louis Capet. En 1956, Grace Kelly se casaba en Mónaco con el príncipe Rainiero: una actriz emparentaba con la realeza, y la realeza emparentaba con el cine. Empiezan entonces a multiplicarse las historias sobre los miembros de una familia real como individuos atrapados por el peso hereditario de la monarquía y que sólo ansían la liberación de los protocolos y la posibilidad de vivir una vida más sencilla: tal mitología aún pervive hoy (como en la tragedia de Lady Di tal y como nos ha sido contada, o la reciente e infame película Princesa por sorpresa). Los valores de la Ilustración, elevados ya a rango de axioma natural, previo a toda reflexión crítica, podían permitirse una mirada piadosa hacia la monarquía. Efectivamente, el rey es uno más (y, en algunos casos, uno más -Grace Kelly, Letizia Ortiz- puede estar cerca del rey) Y esto, que durante siglos fue un arma para desalojar al trono del poder absoluto, hoy se convierte en un puntal más de su legitimidad.
Si algo define a la cultura de masas en su vertiente de culto a la personalidad es la empatía, la identificación plena de los adoradores con la figura pública. Conocer su casa, su familia, su desgraciada historia sentimental, sus planes de futuro o su agenda dominical. El apoyo a una figura pública requiere de esa especie de anagnórisis catártica que permite reconocer en el admirado líder los rasgos de nuestra propia figura.
Así pues, en España, se fue construyendo a partir de la transición una imagen pública del rey que orbitó en base a estos principios de identificación y acercamiento. Su llegada al poder, su asunción de la jefatura del estado, su compromiso con la apertura del régimen y su actuación en el 23F son las razones políticas que se dan para justificar el abrumador apoyo que recibe el monarca hoy. En mi opinión, esto es matizable: el esfuerzo propagandístico de creación de imagen fue simultáneo a esas -cuanto menos no tan decididas y valientes- decisiones políticas y tuvo una fuerza que rara vez se tiene en cuenta y que permite afirmaciones tan usuales como las de que el Rey es campechano o el inaudito blindaje mediático que existe en torno a la familia real.
Sin embargo, la afirmación que en mi opinión resume los ejes de la reinstauración de la monarquía en España es una habitual de nuestras tertulias televisivas: yo no soy monárquico, soy juancarlista. Esto es, exactamente, la inversión del proceso descrito por Kantorowitz: entonces la monarquía -como institución- legitimaba al monarca -como individuo-. Hoy, el individuo legitima a la institución. El esfuerzo publicitario centrado en la persona de Juan Carlos de Borbón fue tan poderoso como para poder resucitar una entidad política desacreditada, enfangada por la historia y desdeñada hasta por la propia derecha. Y el secreto de su imposición sin apenas disenso a treinta años de la Transición no estriba tanto en la figura del Rey como hombre de Estado, sino en su figura como hombre del pueblo.
Familia y monarquía: la ficción familiar
La monarquía es una institución doméstica, que organiza sus labores de representación en torno a una férrea estructura familiar. En primer lugar porque la existencia de una familia real es garantía de la continuidad del orden establecido -al asegurar la sucesión- y en segundo lugar porque la familia “extensa” de esa figura patriarcal que es el monarca (el pueblo) exige un microcosmos familiar en el que ver reflejadas las características positivas de su rey: o dicho de otro modo, sólo mediante la comprobación de lo “buen padre” que es el rey alcanzamos a comprender cómo puede ser también un “buen padre” para el pueblo, o para nosotros. Y viceversa.
Ahora bien, en esa labor de refundación de la monarquía que se produce en España tras la muerte de Franco, el modelo familiar que mayores beneficios políticos podía ofrecer a la aún tambaleante institución de la corona era bien distinto al de las tradicionales casas reales europeas. En este caso ya no se trataba tanto de la majestad como de la familiaridad, puesto que esa nueva imagen de cercanía que se venía imponiendo desde Zarzuela lo implicaba. Si el Rey era uno más, su familia también debería ser una más. Y él, un padre más. Nuevamente se produce la inversión de un principio tradicional de legitimidad monárquica: la exclusiva superioridad de la casta reinante, con sus enlaces dinástico-familiares y sus atribuciones sobrehumanas se transmuta en la naturalidad y la sencillez de una familia que es como tu familia o como mi familia con la única salvedad de que en lugar de en tu casa o en la mía viven en un palacio.
La gran familia , esa película que expresa en sí misma todos los valores familiares del franquismo desarrollista (empezando por la alta productividad... de hijos) nos ayuda a comprender el modelo que, estratégicamente, le convenía seguir a la familia real en la configuración de su imagen pública. Y ese modelo incide sobre todo en una suerte de adaptabilidad esencialista que garantiza que, aunque el contexto social cambie, los valores familiares respetados y amados por todos permanezcan inmutados. No podía ser de otro modo en la década de los 60, con la progresiva aceleración de procesos históricos y sociales que, sin embargo, no pueden afectar a la familia como institución. Este modelo familiar será el núcleo de las sucesivas ficciones familiares cuya estructura puede resumirse así: todo conflicto dramático o narrativo debe tratarse en el núcleo de la organización familiar. Todo problema social, por ende, se filtra a través de la familia. En España, el modelo ha tenido continuidad: desde Médico de Familia hasta la más reciente Cuéntame, las ficciones familiares han permanecido como uno de los principales productores de roles de nuestro sistema cultural.
Ahora bien, ambas características son de mucho interés. En primer lugar, la capacidad de una institución para adaptarse a los cambios externos sin variar en esencia su funcionamiento y estructura tradicionales es algo que tanto el modelo familiar al que aludo como la monarquía española refundada tienen en común: es natural, por tanto, que se diera entre ambas una unión sin fisuras. Por otro lado, el modelo televisivo de la ficción familiar permeará enormemente en la imagen pública de la familia real, hasta tal punto que 23F beberá directamente de códigos televisivos manidos para relatar la intrahistoria familiar de un golpe de Estado.
23F: El día más difícil del Rey
Es con estos dos ejes en mente (la creación de una imagen pública y el modelo de ficción familiar) con los cuales creo que cabe enfrentarse cabalmente a esta producción televisiva. Ambos rasgos aparecen nítidamente en los diez primeros minutos de metraje. Así, la primera escena es un desayuno en la Zarzuela. El rey, su esposa y sus hijos están sentados alrededor de una mesa no excesivamente protocolaria. Abundan los besos y las carantoñas, las encantadoras caras de sueño de los niños, la charla insustancial de los padres. Los conflictos son escasos: al joven Felipe le han encargado una redacción en el colegio y su padre se presta a ayudarle con los deberes. Una de las dos infantas, rozando ya la adolescencia, protesta por no poder ir a una fiesta. Sofía recela, aunque el rey admite que inevitablemente los niños crecen muy rápido. Felipe no oculta su alegría porque esa mañana su madre podrá llevarles al colegio. Antes de marcharse los niños besan afectuosamente a su padre y éste se permite un pellizco amable y afectuoso a la reina. Son, sin duda, una familia (televisiva) como cualquier otra.
La segunda escena nos muestra al rey en su despacho con el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo. Tras una llamada del general Armada al rey, Fernández Campo muestra su desconfianza hacia el militar. Dice: “Desconfío de los militares que se meten en política. Ya hemos tenido bastante de eso en este país”. (Sabino Fernández Campo, por otro lado, es general; el rey, Capitán General de los tres ejércitos). El rey responde diciendo que a él y a su familia también les han hecho los militares mucho daño, y que no nació en Roma por gusto. Es una frase rápida que puede pasar desapercibida y lo más probable es que el guionista no fuera consciente de lo que estaba poniendo en boca del monarca en ese momento. Pero analicemos despacio sus implicaciones.
Alfonso XIII se exilia en 1931 y naturalmente también su hijo Juan, heredero al trono. Es la llegada de la República la que aleja a los Borbones de España, y la que, en última instancia provocará que Juan Carlos nazca en Roma en 1938 (3). Sin embargo, tal y como está planteada la conversación en 23F, parece que se asimila la historia del rey a la de otros exiliados, los republicanos. Lo cual es una pirueta inconsciente maravillosa, pues convierte a Juan Carlos, sucesor de Franco, en algo así como un republicano exiliado, y permite entroncar históricamente la ya de por sí mitificada II República con la no sé si más mitificada monarquía posfranquista.
Por supuesto, este desliz sólo tiene sentido en un producto televisivo que es la culminación de un proceso de creación de imagen que ha convertido al rey en alguien asimilable a todo lo “históricamente” bueno –como la República, el constitucionalismo, la democracia o la campechanía-, aunque eso produzca dislates de gran calibre.
Lo que queda claro es que una serie como 23F sólo puede realizarse una vez que esa creación de imagen ha concluido con éxito y ésta se ha impuesto como la hegemónica en la cultura y la percepción histórica de los españoles. En este sentido, la serie no se crea como un intento propagandístico, sino como un relato pos-propaganda, una crónica realizada por y para gente que ha asimilado, mucho tiempo atrás, la propaganda ejercida desde Zarzuela. Y por eso, 23F es un producto cultural mucho más interesante que un panfleto hagiográfico, porque muestra cómo nos contamos lo que nos pasa: no propone ni publicita; asegura y reafirma.
En este sentido, la historia de 23F es ejemplar. Si la idea generalizada es que ese día el rey salvó la democracia, la serie intentará contarnos exactamente eso. Por eso su clímax no es el fracaso del golpe de Estado, con los guardias civiles abandonando el Congreso, sino el discurso televisivo del rey, su apoteosis místico-democrática. Una vez llegado este momento, la serie (subtitulada El día más difícil del Rey) sólo puede terminar: todo el esfuerzo dramático ha llevado a ese momento en el que el rey vuelve a tomar las riendas del Estado, pone orden en su casa y después se va a dormir (4).
Pero el día más difícil del rey fue también aquel en el que sufrió ciertas traiciones personales. Como decía antes, el modelo de ficción familiar exige que todo problema social sea filtrado por lo familiar, por lo privado, y 23F no es una excepción. Así, la serie nos muestra el devastador efecto emocional que tuvo en Juan Carlos descubrir que el cerebro tras el golpe era el general Armada, al que consideraba amigo personal, y, por otro lado, su justa indignación ante el hecho de que los golpistas arguyeran actuar en su nombre.
Respecto al primero de los casos, el de la traición del amigo, se nos repite en varias ocasiones a lo largo de la serie que para el rey es muy difícil tener amigos. Como la princesa Ann de Vacaciones en Roma, debajo de la corona hay un individuo normal con necesidades normales, como la amistad. El tópico de la figura de poder solitaria planea durante toda la serie, mostrando al hombre de Estado cargando sobre sus espaldas, a la vez y con estoicismo, la responsabilidad de su cargo y la soledad que éste apareja: así la última escena de la serie, una vez acabado el discurso, muestra al rey uniformado, de pie junto a la mesa en la que acaba de mostrar su rechazo al golpe, fumando taciturno un cigarro en la habitación vacía.
El segundo de los casos es más dramático: el hecho de que los golpistas invocaran constantemente el nombre del rey. Lejos de extrañarnos porque los golpistas (sin sondear a la casa real, sin tener ni idea de la posible reacción del monarca) creyeran que el rey apoyaría su toma del poder, o de parecernos, por tanto, incoherente la explicación de que la tardanza en dar un discurso televisado hubiera sido consecuencia del miedo a que los golpistas tomaran la Zarzuela (5), 23F nos invita a indignarnos con el Rey, a mostrar toda nuestra civilizada rabia democrática ante el uso fraudulento que daban los golpistas a un nombre limpio.
Esa reacción visceral puede radiografiarse así: los golpistas dicen actuar en nombre del rey, mientras que el rey acude al respeto a la cadena de mando para dictar contraordenes que frenen el golpe de Estado. En consecuencia, la confrontación no se hace esperar, y 23F la resuelve del modo más dramático posible. En una llamada del rey a Milans del Bosch, éste asegura enfurecido que no consentirá el golpe de Estado y que si quieren hacerle callar tendrán que ejecutarlo. Por supuesto, no hay constancia de tales palabras: es una licencia narrativa, pero funciona estructuralmente como el momento en el que la confrontación entre el rey y los golpistas se materializa y produce por fin una resolución del conflicto, que, así planteado, no deja de ser un problema de incomunicación. Por lo general, los golpistas de 23F son personajes que rozan la caricatura (como Milans, interpretado por José Sancho); esta impresión se acentúa con el uso maniqueo de la música (el mismo tema siniestro cada vez que aparecen los conspiradores), la iluminación (oscura y asfixiante en los despachos de los militares golpistas o en el congreso donde Tejero espera la llegada de la autoridad militar superior) o la escenografía (hay un interesante juego de banderas: la constitucional aparece en la Dirección General de Seguridad y en la Zarzuela; la franquista, en los despachos de los militares), hasta el punto de dibujar a los golpistas como individuos enajenados, que no comprenden el alcance del cambio que se está produciendo en España y que han malinterpretado las intenciones democráticas del monarca.
Ésta, por supuesto, es una explicación simplista para lo que fue el 23F, pero está bastante extendida y en la serie funciona a costa de apoyarse en peligrosos sobreentendidos, el más flagrante de los cuales es el uso patrimonialista del ejército que se muestra. Y es que, por mucho que el artículo 8 de la constitución atribuya a las Fuerzas Armadas la responsabilidad de mantener el orden constitucional, en la serie parece que su cometido es obedecer ciegamente al rey. El golpe de Estado no es una traición por parte de algunos militares a su papel dentro de un estado de derecho, sino una traición a su comandante supremo. Y, en consecuencia, la idea que ha pervivido desde el 81 es que el rey usó algo que era de su propiedad para parar un golpe de Estado y devolvernos a la normalidad democrática. Nadie dice que aunque el rey hubiera apoyado a los golpistas el golpe habría seguido siendo ilegal; no, la grandeza del monarca, al parecer, estriba en que pudiendo usar al ejército (a un ejército patrimonializado) para afianzar su poder, resistió la tentación y nos regaló la democracia.
Pero como he dicho antes, todas estas ideas preconcebidas y “axiomas” históricos ya existían: 23F se dibuja sobre ellos como Cuéntame se dibuja sobre la mitología de la Transición. En nuestro caso, dependen exclusivamente de ese proceso de creación de imagen que tuvo en los primeros años de su reinado especial importancia, y en consonancia, 23F recurrirá a las emociones del monarca (la traición del amigo, la indignación por la usurpación de su nombre) para relatarnos un proceso histórico complejo. No es la única concesión: antes hablaba del modelo de ficción familiar, y 23F es un ejemplo de manual. El gran problema político del golpe de estado se convierte en un problema personal, y, por tanto, en familiar.
La familia actúa, como en cualquier otra ficción familiar, como sostén del patriarca. Así, son especialmente importantes las palabras de consuelo de Sofía (quien recuerda a su marido que España le necesita en este momento), la llegada de sus dos hermanas al palacio o la lacrimosa llamada de sus padres (a pesar de las tirantes relaciones entre Juan de Borbón y su hijo, en 23F todo parece perdonado porque prevalecen los valores familiares por encima de la realidad política e histórica).
Pero aun más importante es el aprendizaje que Felipe obtiene observando a su padre. Dado que, como dije al comienzo de la reseña, en España es hoy el monarca el que legitima la monarquía, cada rey requerirá de un proceso de creación de imagen propio e individualizado que permita justificar su posición. El de Felipe, futuro monarca, bien puede empezar como nos lo muestra 23F: observando, arrobado, el discurso de su padre ante las cámaras. Notas:
(1) La cadena ha colgado los dos episodios en los que está dividida la serie en su página web.
(2) E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, Madrid: Alianza, 1985.
(3) En realidad la frase tendría mucho más sentido si se aclarara que Juan de Borbón fue enviado por Alfonso XIII a España en cuanto se produjo la rebelión militar del 36 con el objetivo de unirse a los fascistas. Si el general Mola no hubiera detenido al entonces príncipe de Asturias en Burgos y lo hubiera vuelto a expatriar, entonces el joven Juan Carlos podría haber nacido en España. Pero no creo que el guionista hilara tan fino como para querer poner en boca del Rey: “Los militares nos han hecho mucho daño a mí y a mi familia, como aquella vez en la que intentamos unirnos a un golpe de Estado fascista y los propios golpistas no nos dejaron”. (4) No fue el único. Es común, en los relatos de aquel día, oír eso de que una vez escuchado el discurso del Rey, la gente se fue a dormir tranquila. El último al que se lo he leído es al presidente del gobierno. Lo curioso es que ninguno aclara si el alivio que sintió fue por ver que el Rey no apoyaba el golpe. Lo cual, de ser así, diría mucho de la confianza que en aquel momento se tenía en el monarca. (5) Explicación que aun siendo cierta es preocupante, porque implica que el Rey habría preferido no posicionarse para salvar la integridad de su familia y la suya propia mientras los golpistas tomaban el Congreso, sacaban los tanques a la calle e intentaban instaurar un nuevo modelo de Estado en el que –sin duda- la represión contra los disidentes habría sido elemento esencial.

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