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CHECKPOINT CHARLI Friedrichtrabe (Sur)


ABC
La Friedrichstraße fue siempre la tarjeta de presentación de una ciudad a la última. Incluso después de haber sido desdeñada largo tiempo por la República Democrática por ser símbolo de la “decadencia burguesa”, los postreros compases de la era Honecker significaron su rehabilitación como objeto de prestigio. Caído el Muro, la primera gran operación urbanística se centró en la Friedrichstadt y la Friedrichstraße volvió a florecer, aunque con más competidores que antaño.

El nuevo glamour lo ostentan especialmente los Quartiere 205-207, las tres manzanas consecutivas que se alinean a partir del cruce con la Französische Straße, unidas bajo tierra por los Friedrichstadtpassagen. El Quartier 207, el primer bloque de este complejo de tiendas de lujo, restaurantes, oficinas y aparcamientos, corresponde a las Galerías Lafayette (1), que han encontrado en este rincón afrancesado de Berlín su domicilio natural. El privilegiado lugar ocupado por estos almacenes parisinos deja traslucir la secreta admiración que los alemanes sienten hacia Francia. El habitual sentido de superioridad germánico se deshace como un azucarillo ante el savoir vivre de los fraceses. Es la inconfesada envidia del fortachón, con justificado complejo de poco esteta, por la elegancia y la gastronomía de su gran vecino del oeste. Quizás por eso al arquitecto, el francés Jean Nouvel, se le permitió saltarse las reglas urbanísticas impuestas para la zona, cuyos nuevos edificios debían tener agujeros de ventanas en sus fachadas para evocar en algo el aire tradicional del enclave. Las Lafayette respetan la alineación con los demás inmuebles, a los que no se autorizó ningún retranqueo que desdibujara la perspectiva de la calle, pero su cubierta exterior es toda acristalada. Más llamativo que su ondulado manto exterior es su espacio interior, conformado por dos conos de vidrio unidos por sus bases.

Del Quartier 206, obra del estudio norteamericano de Pei, Cobb, Freed & Partners, destacan sobre todo sus galerías subterráneas, cuyos mármoles y ornamentos recrean las formas del Art déco. No tan espectacular es el Quartier 205, del alemán Oswald Mathias Ungers, aunque el volumen de obra es mayor, pues ocupa la manzana entera. Su principal atractivo visual es la multicolor pila de coches aplastados que decora el patio de luces.

Tradición de Passage

El interés por trazar los Friedrichstadtpassagen viene de un deseo de rememoración histórica. No tanto porque el concepto ya estuviera en mente de la RDA en su proyecto de nuevos bulevares de cara al 750 aniversario de la ciudad (llegó a poner los fundamentos de un gran almacén que cubría los tres bloques), como porque en la calle siempre hubo algún tipo de paseos interiores. Era el caso de la desaparecida Kaisergalerie, también conocida como Lindenpassage, cuya puerta principal se encontraba en el chaflán de la Behrenstraße, donde hoy está la entrada al Grand Hotel (2). En este desparecido pasaje de 128 metros de largo había dos especiales atracciones: el Káiser Panorama, un estereoscopio con imágenes de la época, y el Panoptikum, una serie de vitrinas con rarezas anatómicas y malformaciones de fetos. El estereoscopio es un aparato óptico en el que, mirando con ambos ojos, se ven dos imágenes de un objeto que, al fundirse en una, producen una sensación de relieve por estar tomadas con un ángulo diferente para cada ojo. Un instrumento de ese tipo, con un banco de terciopelo rojo dispuesto en círculo y un torno central en el que mecánicamente van pasando las fotografías, puede encontrarse en la tienda BerlinStory de Unter den Linden y en el Märkisches Museum. Además de mostrar lo que fue uno de los primeros divertimentos de la humanidad de visionado en tres dimensiones, el aparato convierte realmente al que mira en testigo presencial de los desfiles guillerminos o en un paseante de época más entre coches de caballo y multitudes con sombrero. Respecto a la perversidad de la otra atracción, el Panoptikum, escribió con ironía Joseph Roth: “Lo más bonito de Berlín es el Lindenpassage. Lo más bonito del Lindenpassage es el Panoptikum. Lo más bonito del Panoptikum es el Museo Anatómico. Lo más bonito del Museo Anatómico es el Extrakabinett. Lo más bonito del Extrakabinett es…pst!”.

El Grand Hotel, abierto en 1987, fue una de las principales realizaciones de la RDA en su apuesta por modernizar la calle, a la que incluso quería dotar de un casino. La escalera principal del hotel intenta darle el empaque propio de la elegancia que tuvo la Friedrichstraße en su momento de gloria. La URSS también quiso hacer su aportación al proyecto, y en 1984 levantó un coloso de granito y mármol, la Casa de la Ciencia y la Cultura Rusa (3) (entonces soviética), entre las calles Jäger y Tauben. Hoy ambas construcciones quedan en la retaguardia de una nueva arquitectura de vidrio, articulada la mayoría de las veces alrededor de amplios patios interiores cubiertos a los que conviene echar alguna ojeada.

Tanques frente a frente

Las transformaciones del post-Muro han tersado la piel de la Friedrichstraße, pero algunas de sus arrugas siguen presentes. En ocasiones lo más trivial es lo que acaba por adquirir condición de esencia, por su perdurabilidad, y eso es lo que pasa con los accesos al metro que jalonan toda la calzada central, desde la estación de Oranienburger Tor hasta la de Hallescher Tor. Invariables en su diseño a lo largo del todo el siglo XX, los carteles azules de la línea seis, con su gran “U” blanca de Untergrundbahn sobre fondo azul recortado con bordes modernistas, están presentes en casi todas las fotografías históricas de la calle.

Personalmente, siempre me evocan las tomas relacionadas con la crisis de octubre de 1961. Entre el 22 y el 28 de ese mes, la tensión entre soviéticos y norteamericanos tuvo una dramática escalada, que llevó a ambos bandos a hacer rodar sus tanques sobre la Friedrichstraße. Era la primera vez que los dos enemigos de la Guerra Fría enfrentaban sus cañones a tan corta distancia, separados por apenas unos metros en la frontera de la Zimmerstraße. Ni siquiera se había vivido un momento de tanta tensión cuando unos meses antes, en agosto de ese mismo año, los Vopos (Volkspolizei, Policía Popular) de la RDA se desplegaron para tender la alambrada fronteriza, que inmediatamente se solidificaría con ladrillos y más adelante con hormigón. La crisis de octubre de 1961 comenzó cuando los guardas germanorientales apostados en el cambio de sector exigieron su documentación a un coche militar norteamericano, contraviniendo lo dispuesto en los tratados sobre las fuerzas de ocupación. Como respuesta, los norteamericanos pararon todos los vehículos soviéticos que se dirigían a Berlín Occidental. El pulso arreció hasta que primero los rusos, y luego los norteamericanos como reacción, dispusieron sus tanques en orden de batalla, entre las estaciones de metro de Stadtmitte y Kochstraße. “Defendemos la libertad de París, Londres y Nueva York, cuando defendemos la libertad de Berlín”, proclamó Kennedy en medio de la alarma mundial. Después de horas de demostración de fuerza, los tanques soviéticos hicieron sonar sus motores, dieron media vuelta y regresaron a sus cuarteles.



Acabada la Guerra Fría, la desclasificación de las comunicaciones que habían mantenido esos días las autoridades militares y servicios secretos de ambos lados con sus centrales en Moscú y Washington ha mostrado que en realidad el mundo no había estado al borde de la guerra en ese momento. Todo había sido un intento de forzar posiciones en el tablero mundial, de un Krushev ansioso por expulsar a los aliados de Berlín y de un Kennedy criticado por no haber tenido una respuesta suficientemente contundente en el previo mes de agosto, cuando se tendió el Muro. En ese ajedrez, la casilla del Checkpoint Charlie tenía un gran valor simbólico.

“Usted está dejando el sector americano”

Muchas de esas imágenes pueden verse en el Museo del Muro (4), entre las calles Zimmer y Koch. Con el tiempo, este museo privado se ha ido agrandando, extendiéndose por edificios vecinos a partir de la llamada Haus am Checkpoint Charlie, una temprana realización del arquitecto Peter Eisenman. Aunque algunos de los contenidos han quedado anticuados, al museo hay que adjudicarle uno de esos títulos de “visita obligada” que suelen repartir las guías. Es fácil emocionarse, incluso llorar sin mucho reparo por encontrarse en un lugar público, ante el drama humano de la desgarradora separación de familias y los intentos de ganar la libertad aún a riesgo probable de perder la vida. El museo presenta vídeos de los días más dramáticos del Muro y documenta varias de las osadas tentativas por pasar a Berlín Occidental, algunas a través del simbólico puesto fronterizo en el que nos encontramos.

Desde la esquina acristalada del museo puede obtenerse una completa idea de cómo era el Checkpoint Charlie (5), el tercero de una lista de cruce de sectores, por lo que recibió ese sobrenombre siguiendo el orden alfabético (Alfa, Bravo, Charlie...). Con vistas sobre lo que fue un amplio dispositivo de vallas, torretas y guardas, fotografías panorámicas permiten situarse en uno de los puntos más emblemáticos de la Guerra Fría. La frontera la constituían las fachadas de las viviendas del lado sur de la Zimmerstraße (la acera era ya zona soviética). En el borde norteamericano continúa, tras una pantalla de sacos terreros, una vieja garita militar que durante años se guardó en el Museo de los Aliados y volvió a su lugar con la reunificación. Ésta también aportó dos grandes fotografías colocadas sobre un mástil en mitad de la calle: el retrato amable de un joven soldado ruso aparece cuando se mira hacia el norte; en su reverso, el rostro de un soldado norteamericano marca el comienzo del dominio aliado. “Usted está dejando el sector americano”, avisa en inglés, ruso y francés un gran letrero lateral, probablemente uno de los objetos más fotografiados a lo largo de los años en este Checkpoint Charlie, que fue paso reservado para extranjeros y personal militar.

Debajo de la calzada estaban las instalaciones de control de los pasajeros del metro que pretendían pasar a Berlín Oriental. Los convoyes de la U-6 tenían su última parada en Kochstraße. Luego seguían su ruta sin detenerse en las estaciones del sector comunista, con la salvedad de la Friedrichstraße Bahnhoff: eran estaciones fantasma, en las que la escasa iluminación dejaba ver las patrullas que vigilaban los desolados andenes. Los vagones volvían a abrir sus puertas una vez alcanzado de nuevo Berlín Occidental. La existencia de estaciones abandonadas en lo que fue el concurrido centro del Berlín de principios del siglo XX (se repetía en otras líneas, como la del S-Bahn que pasa por la Potsdamer Platz y Unter den Linden) constituía una de las mellas más elocuentes provocadas por la confrontación de bloques en la geografía urbana de Berlín.

Un héroe a cada lado

Entre los episodios relacionados con el Muro, uno singularmente angustioso fue el que se vivió a pocos metros del Checkpoint Charlie. Un monolito en la Zimmerstraße recuerda el punto en el que cayó herido Peter Fechter, un joven de 18 años que murió desangrado ante la impotencia de los policías occidentales y la inexplicable inmisericordia de las Grenztruppen, las tropas de frontera orientales. El 17 de agosto de 1962, un año después de que se hubiera tendido la partición física de la ciudad, Peter Fechter y otro amigo suyo de Berlín-Este saltaron la primera valla del Muro (éste era doble, con un pasillo interior para patrullas), pero cuando se disponían a superar la segunda fueron descubiertos por los guardas fronterizos, que llegaron a efectuar dieciséis disparos. Mientras su acompañante consiguió pasar a Berlín-Oeste, Fechter resultó malherido. Quedó tendido durante cincuenta minutos en una agonía a la que desde Occidente no se podía poner fin, porque era invadir territorio germanoriental. Únicamente pudo hacérsele llegar un botiquín de primeros auxilios, que la debilidad del muchacho le impidió utilizar. La inacción de los guardas de la RDA, parapetados tras la primera alambrada, quizá podría explicarse por el temor a ser víctimas de algún francotirador si quedaban desprotegidos en el corredor, pero su actitud fue interpretada como una prueba despiadada de la monstruosidad del régimen. Las llamadas de socorro de Fechter, cada vez más débiles, fueron seguidas por decenas de personas apostadas en el borde norteamericano y su caso provocó una gran conmoción a ambos lados: estaba clara la impiedad de la RDA para quien intentaba huir y también el nulo riesgo que iban a asumir los aliados en prestar auxilio. Finalmente el joven fue recogido moribundo por las Grenztruppen y falleció pocas horas después.

Si a un lado del Muro se guardó el recuerdo de Peter Fechter, al otro se cultivó la heroicidad de Reinhold Huhn. El primero fue uno de los ochocientos fugitivos muertos en su intento de cruzar la frontera interalemana (más de ciento sesenta en el Muro de Berlín); el segundo, uno de los veintisiete soldados fronterizos germanorientales que perdieron la vida al procurar impedir las fugas. Ambos cayeron con apenas dos meses de diferencia, en lugares separados por una sola calle. Huhn resultó disparado el 18 de junio de 1962 en la Schützenstraße. Cuando controlaba a varias personas que estaban a punto de huir por un túnel, una de ellas sacó un arma y le mató. Su féretro fue paseado por Berlín-Este sobre un camión repleto de coronas de flores. La RDA cambió el nombre de la Schützenstraße por el de Reinhold-Huhn-Straße y allí instaló un pebetero con esta inscripción: “Su muerte es nuestro compromiso. Los asesinos no escaparán a su merecido castigo”. La llama fue custodiada por soldados y velada periódicamente por delegaciones extranjeras y grupos de escolares. La calle ha vuelto a su nombre original, como otras denominaciones transformadas por la República Democrática, y, a diferencia del monolito dedicado a Fechter, erigido tras el Cambio, nada recuerda ya a Huhn.

La noche del Wahnsinn

Puesto como ejemplo de entrega en la defensa de la inviolabilidad del Muro, en realidad Huhn no pudo servir de modelo a los guardias que la noche del 9 de noviembre de 1989 vigilaban el puesto del Checkpoint Charlie, cuando miles de ciudadanos se agolparon frente a sus garitas exigiendo la apertura de la verja. En una noche de desconcierto, sin órdenes precisas, pero con la intuición de que no podían disparar contra la multitud, las Grenztruppen acabaron por dejar que la corriente de la historia arramblara con lo que se le ponía por delante. Ocurrió aquí y en los otros pasos fronterizos interberlineses. Fue la noche del Wahnsinn (locura), la palabra que todos repetían ante la impotencia para describir en todos sus trascendentales matices la fuerza de los sentimientos; algo absolutamente inesperado para los berlineses y para las propias autoridades, y un magno ejemplo de cómo un gazapo puede alterar a veces el curso de la historia.

“Sofort, unverzüglich” (en el acto, sin demora). Günter Schabowski, portavoz del Comité Central del SED, no era consciente de que al decir esas palabras desbocaba los acontecimientos, a los que la RDA ya no pudo ponerles brida. Schabowski daba cuenta en el Centro Internacional de Prensa de la Mohrenstraße, sede ahora del Ministerio de Justicia, de la sesión del Comité Central que aún estaba en curso. El régimen se aprestaba a dar mayores facilidades a los ciudadanos germanorientales para viajar al extranjero. La crisis había comenzado en el verano, después de que el 2 de mayo de ese 1989 Hungría cortara la alambrada de su frontera con Austria. A mediados de agosto más de seiscientos ciudadanos de la RDA pasaron a Occidente por la ciudad húngara de Sopron, aprovechando una fiesta popular que allí se celebraba. Largas caravanas de Trabis enfilaron entonces, para supuestas vacaciones, la ruta hacia el país hermano. En septiembre, diez mil “veraneantes” atravesaron la frontera austríaca. En ese “votar con los pies”, las embajadas de la RFA en Praga y Varsovia se llenaron de demandantes de asilo germanorientales. El 30 de septiembre la RDA se vio obligada a permitir que trenes especiales atravesaran su territorio transportando a Alemania Occidental a esos 6.300 fugitivos. La Policía tuvo que enfrentarse a miles de personas que pretendían subirse al paso de los “trenes de la libertad”. La situación era imparable, pero el viejo Honecker trató de hacer oídos sordos a la advertencia de que “la vida castiga a quien llega demasiado tarde”, lanzada por Gorbachov en Berlín durante los fastos de celebración de los cuarenta años de la RDA, entre el 6 y el 8 de octubre. Honecker, que aún entonces proclamaba que el Muro seguiría cien años, fue apartado del poder el 18 de octubre y sustituido por Egon Krenz. Se sucedieron las “manifestaciones de los lunes” en la ciudad Leipzig y el 4 de noviembre cerca de un millón de personas se congregó en la berlinesa Alexanderplatz. En esas concentraciones, de la reclamación democrática del “Wir sind das Volk” se pasaría fácilmente a la exigencia de la unidad alemana con el “Wir sind ein Volk” (del “somos el pueblo” al “somos un pueblo”). Krenz aprobó concesiones sobre las salidas al extranjero, pero resultaban insuficientes. Finalmente se decidió permitir viajar a cualquier país, incluida la RFA y Berlín-Oeste, a todo el que presentara una solicitud, acompañada de pasaporte.

Eso era estrictamente lo que Schabowski debía anunciar esa tarde-noche del 9 de noviembre de 1989. Pero el portavoz del Comité Central no se percató de que la normativa entraba en vigor al día siguiente, ni tampoco hizo especial hincapié en que las solicitudes requerían su usual tramitación. Schabowski había dejado la cuestión para el final de la rueda de prensa. A las 18.53 horas, a una pregunta de un periodista de la agencia de noticias italiana Ansa, el dirigente dio lectura a una hoja que Krenz le había dado pocos minutos antes y que no había examinado previamente con detenimiento. “¿Cuándo entra esto en vigor?”, inquirieron los periodistas. “En mi opinión, en el acto, sin demora”, respondió, sin sospechar la reacción que se iba a desencadenar. A partir de aquí los sucesos se precipitaron. Agencias de noticias, televisiones y radios anunciaron la apertura del Muro, mientras el Comité Central seguía su reunión ajeno a lo que comenzaba a ocurrir en las calles. Los berlineses orientales empezaron primero a acercarse a los puestos fronterizos para comprobar qué había de verdad en la noticia; luego, agolpadas ya multitudes, pasaron a exigir libre acceso a Berlín-Oeste. Al final, superadas por los acontecimientos, las Grenztruppen no tuvieron más remedio que abrir las puertas de par en par, mientras que los berlineses congregados al otro lado recibían con vítores a sus “compatriotas”. El Muro comenzó a caer hacia las 22.30 en el puesto de la Bornholmer Straße; seguirían en poco tiempo los de Invalidenstraße, Sonnenallee, Oberbaumbrücke... A las 0 horas, el Checkpoint Charlie era una fiesta.

Café de espías

Esa noche, cuando aún estaba por ocurrir todo esto, el propietario del Café Adler (6), en la esquina Friedrichstraße/Zimmerstraße, se lamentaba de la insostenible situación económica de su negocio, con un previsible cierre en el horizonte. Durante la Guerra Fría, el café había servido como lugar de encuentro entre espías e informantes, pero aquellos años gloriosos ya habían pasado. La situación cambiaría en cuestión de minutos. Redactores del vecino Tageszeitung fueron los primeros en celebrar allí la buena nueva y cuando salieron a la calle con botellas de champán fueron fotografiados equivocadamente como los primeros berlineses orientales en cruzar la frontera. En realidad, los del otro lado tenían un lugar más añorado donde festejar la caída del Muro. Cientos de ellos acudieron a la Kurfürstendamm, adonde el metro, en horas extras, les transportó gratuitamente. A pesar de la incontenida alegría, la celebración no empalmó con el día siguiente. “Como conozco a mis berlineses, sé que a las 11 de la noche se irán a la cama”, había advertido un alto mando policial comunista para convencerse de que quienes se habían agolpado junto al Muro se marcharían pronto sin conseguir su propósito. Se equivocó en lo de la hora (también subestimó lo que tantos pueden conseguir en tan poco tiempo), pero todos volvieron a dormir a sus casas en la temprana madrugada, pues al día siguiente había que trabajar. Derribado el Muro, ¿para qué tratar ya de huir del país? Ironías de la historia: el Muro se levantó para evitar que la gente se marchara, y veintiocho años después cayó exactamente para lo mismo.

A partir de esa noche de noviembre, no han faltado clientes en el Adler, entre turistas que visitan el Checkpoint Charlie y curiosos por conocer cómo era un bar de espías. El local se encuentra en el edificio más antiguo que ha pervivido en la Friedrichstraße, pues sus primeros pisos datan de 1738. Toma el nombre de una antigua farmacia que se encontraba en esa esquina, como se indica en la fachada.

Estrella de David

El Muro se había delineado siguiendo los límites de la zona de ocupación soviética. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, el reparto territorial entre las potencias vencedoras se ajustó a las divisiones de distritos previamente existente en la ciudad. Desde la creación del Gran Berlín en 1920, una nueva redistribución administrativa interna fijó en la Zimmerstraße la frontera entre los distritos de Mitte y Kreuzberg. Por más que ello suponía la partición de la Friedrichtstadt, su tramo sur siempre había sido menos elegante. Según Fontane, en 1867 había lugareños que recordaban que “la Kochstraße trazaba una frontera entre ciudad y arrabal; en aquella reinaba el ruido, en ésta el silencio”. Esa diferencia se mantiene en la actualidad.

En mantener el silencio, precisamente, parece concentrarse el Jüdisches Museum (7) (Lindenstraße 9-14), cerrado en sí mismo, tras sus altas paredes de cemento y sus recubrimientos de acero. Supone un pequeño desvío de la línea recta de la Friedrichstraße, pero su visita compensa para los interesados en arquitectura y para quienes deseen conocer la tradición secular de los judíos en Berlín. El Museo Judío no está dedicado al Holocausto, sino a la vida cotidiana de la comunidad hebrea berlinesa, pero si su contenido deja el destino trágico del pueblo elegido para otras exposiciones que existen en la ciudad, su continente remite como única idea al exterminio judío. Obra de Daniel Libeskind concluida en 1998, su característico estilo deconstructivista representa la disfiguración de la estrella de David. Las rasgadas aberturas de sus paredes, como latigazos inmisericordes, arrojan una elocuente luz en su interior. La llamada “torre del Holocausto” es un espacio vacío al que se entra por un corredor subterráneo; su estrecha planta transmite sensación de agobio. En el exterior, las 49 estelas del “jardín del exilio”, plantadas con olivos, significan la añoranza de Israel. Su número, además de bíblico (siete veces siete), remite al año 1948 en el que se creó el Estado judío, la columna 49 es la que representa a Berlín. El Jüdisches Museum se extiende también al edificio contiguo, un palacete del siglo XVIII en el que Berlín-Oeste había habilitado el museo de la ciudad, cuyos fondos se traspasaron después al centro homólogo del antiguo Berlín-Este (Märkisches Museum).

La Piazza del Popolo berlinesa

La Friedrichstraße termina en la Mehringplatz, una plaza redonda que en su momento fue el límite sur de la ciudad. Como en Roma, el corso de la Friedrichstraße concluye en su particular Piazza del Popolo. Actuando como esquinas exteriores de la Mehringplatz existen dos edificios de similar apariencia. A la derecha (Lindenstraße/Alte Jakobstraße) queda la sede del poderoso sindicato IG Metall, construida en 1929 por Erich Mendelsohn. Su factura viene a ser imitada a la izquierda (Stresemannstraße/Wilhelmstraße) por lo que desde 1997 es la Willy-Brandt-Haus, la central del Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD).

La Hallescher Tor, con su hermoso puente sobre el Landwehrkanal, era la puerta hacia Halle. Habíamos arrancado al norte de la Friedrichstraße con la visita a un cementerio, y aquí, al otro lado del canal y de nuevo fuera de lo que había sido el perímetro de la ciudad, existe otro camposanto digno de mención. En él se encuentran las tumbas de destacados personajes de los siglos XVIII y XIX, como el escritor E. T. A. Hoffmann, los arquitectos Georg Wenzeslaus von Knobelsdorff y Karl Ferdinand Langhans, y el músico Felix Mendelssohn-Bartholdy.

La Mehringplatz (8) ha cambiado de denominación varias veces, a golpes de historia. Desde 1947 lleva el nombre de Franz Mehring, un dirigente e historiador socialista anterior a la Gran Guerra, escogido porque había dado clases en la escuela del SPD que hubo en una próxima calle. También porque permitía compensar la entonces incómoda memoria militar prusiana: la plaza se había bautizado en 1815 como Belle-Allianz-Platz a raíz de la batalla de Waterloo. No obstante, la remodelación del arquitecto Hans Scharoun realizada al final de la década de 1960 conservó la Friedenssäule (Columna de la Paz) que el escultor Christian Daniel Rauch compuso para celebrar los treinta años de la victoria sobre Napoleón. La plaza había nacido en 1734 con el apelativo de Rondell cuando se trazó el Akzisemauer, la muralla del siglo XVIII. Las tres puertas situadas al oeste de la ciudad tenían como antesala tres plazoletas de distintas formas geométricas: el círculo del Rondell, el octógono de la Leipziger Platz y el cuadrado de la Pariser Platz. Ésta última era entonces el acceso más noble a Berlín.
© Emili J. Blasco

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