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EL CRUCE DE FRIEDRICHSTRABE/UNTER DEN LINDEN EN BERLIN





Hubo un tiempo en que el centro de Berlín estuvo en este punto en el que se topan las dos principales vías de Mitte. Es “el cruce” de la ciudad por antonomasia. Su actual apariencia ha retomado definitivamente el espíritu de intersección que siempre tuvo, no lejos del mito que ha guardado el imaginario compartido de los berlineses, fomentado por grabados y fotografías de época que muestran el ajetreo urbano que en su día tuvo esta encrucijada. Dedicar un capítulo a un cruce puede parecer desmesurado, sobre todo cuando lo que se observa en él no tiene casi nada de particular. Pero la confluencia con Unter den Linden da oportunidad para tomar un receso en nuestro camino y hacer algunas consideraciones sobre la propia Friedrichstraße.

Unter den Linden nació en siglo XVI como un paseo que salía de la primitiva ciudad fortificada y se dirigía al bosque del Tiergarten. Cuando la población comenzó a crecer, más allá de sus fosos apareció la Dorotheenstadt (Ciudad de Dorotea). Esta parcela de tierra entre Unter den Linden y el Spree era el regalo de bodas del Gran Elector a su segunda esposa, Dorothea von Holstein. Su urbanización data de 1668. Su desarrollo propició el asentamiento al sur de Unter den Linden, a partir de 1688, de un nuevo ensanche bautizado como Friedrichstadt (Ciudad de Federico), en honor del heredero. Éste subió al trono como príncipe elector Federico III, un título que cambiaría en 1701 al autoproclamarse “rey en Prusia” como Federico I. A partir de entonces, la conocida como Querstraße (Calle Transversal) pasó a denominarse Friedrichstraße.

La Friedrichstraße, por tanto, está unida en su nombre al nacimiento de Prusia y a la toma de conciencia de una entidad política que se abría camino entre las potencias tradicionales de Europa. Esa voluntad de ser del Estado prusiano, del que daría cuenta y al mismo tiempo retroalimentaría la doctrina de Hegel, se materializó en varias huidas hacia delante, todas acompañadas de un incremento territorial y un aumento del título de la cabeza del Estado. Primero fue la autocoronación en 1701 en Königsberg (hoy el enclave ruso de Kaliningrado) del mencionado Federico I como rey en la naciente Prusia, a partir de la Marca de Brandemburgo y la adquisición al noreste de los territorios de la Orden de los Teutones. Luego siguieron, a mediados del XVIII, las guerras de Silesia de Federico II, que le permitieron proclamarse “rey de Prusia”. Un siglo después, la campaña franco-prusiana de Bismarck conformó un imperio alemán gobernado desde Berlín, con un Guillermo I aupado en Versalles al pedestal de Káiser. Este título de emperador era el máximo que tradicionalmente habían adquirido las más altas autoridades de Occidente, pero Hitler aún lo quiso sobrepasar como Führer de un Imperio de Mil Años. Toda esta progresión fue una lucha con la historia por acelerar lo que en el concierto continental había requerido largos procesos de sedimentación. Forzar el tiempo acabó por desquiciar un nacionalismo sin paciencia para la educación. Prusia tiene en 1701 su fecha fundacional y en 1945 su año oficial de defunción, aunque algunos valores prusianos y parte de su acotación geográfica pervivieron con la RDA. Se trata de una biografía paralela a la de la Friedrichstraße, que se vería cortada por el Muro. Y así como la reunificación volvió a empalmar la calle, también ha crecido la reivindicación de unas raíces históricas de las que los berlineses y los germanorientales no deberían ser privados. Prusia no fue sólo militarismo –presente igualmente en otros Estados–, como la centenaria vida de la Friedrichstraße pone de manifiesto.

“Corona de Doncellas” en un tráfico fluido

La vida de la Friedrichstraße fue bullicio desde temprana hora, sobre todo en este punto. De él se quejaba ya Heinrich Heine en 1822 a raíz del éxito popular de El cazador furtivo, la más famosa ópera de Karl Maria von Weber, estrenada aquellos días a tan sólo unos cientos de metros, en el teatro del Gendarmenmarkt. Alojado en una casa cercana al cruce, donde hoy se encuentra la fachada del Grand-Hotel en Unter den Linden, Heine no oía más que cantar por todas partes la misma canción. “¿Aún no ha oído hablar de Freischütz de Maria von Weber? ¿No? ¡Hombre infeliz! ¿Pero no ha oído de esa ópera al menos el Jungfernkranz? ¡Hombre dichoso!”, escribía en una de sus cartas desde Berlín. Heine admitía el valor de la obra, pero lamentaba lo pegadizo de las arias y el coro de la ópera. “No hago más que levantarme de buen humor por la mañana, que toda mi alegría queda a un lado cuando ya muy pronto los escolares tararean el Jungfernkranz al pasar por mi ventana. No pasa una hora, y la hija de mi casera se levanta con el Jungfernkranz. Oigo a mi barbero subir las escaleras cantando el Jungfernkranz. La pequeña lavandera llega ‘con espliego, mirto y tomillo’. Y así continúa. Mi cabeza amenaza con estallar. No lo puedo soportar”. Heine no exageraba. Esta ópera romántica tuvo un éxito inmediato y sus canciones se incorporaron rápidamente a la cultura popular. Un siglo después, por ejemplo, la melodía del Jungfernkranz (Corona de Doncellas) sonaba como telón de fondo en una boda de la película Berlin Alexanderplatz (1931), basada en la novela de Döblin.

Es difícil imaginar la congestión que llegaría a tener este punto, porque hoy es de un tráfico asombrosamente fluido, como en todo Berlín. Ello se explica por la escasa densidad de población de la capital –3,5 millones de habitantes repartidos en nada menos que ochocientos noventa kilómetros cuadrados–, pero sobre todo a la singularidad biográfica berlinesa: la organización urbanística a partir de dos centros que se fueron expandiendo en sentidos opuestos ya antes de la Segunda Guerra Mundial, el hecho de que su parte histórica se hubiera despoblado de personas y negocios al ser trazado por ella el Muro, y la inexistencia de un polo económico financiero en un Berlín que durante decenios se vio privado de ser el centro de una potencia mundial. Como consecuencia de ello, los desplazamientos en coche de un lado a otro suelen ser normalmente rápidos. El tráfico sólo es lento en algunas vías y eso a la única hora verdaderamente punta: las cinco de la tarde, cuando los alemanes salen de su trabajo y toman alguna de las autopistas urbanas para cubrir la distancia hasta su casa.

La antigua Esquina de los Tres Cafés

La intersección entre Unter den Linden y Friedrichstraße fue conocida durante una larga época como la Drei-Café-Eck (Esquina de los Tres Cafés). El más famoso de esos tres establecimientos era el Kranzler, situado en el lado suroeste del cruce, donde hoy está el Grand-Hotel (1). A principios de siglo XIX, el pastelero vienés Johann George Kanzler abrió aquí un sencillo café. Con la remodelación realizada en 1834 por el arquitecto August Stüler, las dependencias se extendieron a toda la planta baja y el primer piso, y se acondicionó también una terraza en la propia calle. Destruido un año antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, el Café Kranzler reapareció en la Kurfürstendamm, convirtiéndose en uno de los símbolos de Berlín-Oeste, donde sigue abriendo sus puertas.


En la punta sureste estuvo entre 1877 y 1924 el Café Bauer, un verdadero café vienés adornado con extraordinario lujo: recargados estucos dorados, paredes llenas de cuadros, lámparas de araña y tapicerías de terciopelo. En su centro se abría un patio de luz al que daban las balconadas de dos pisos superiores. En el Bauer se podían leer seiscientos periódicos y revistas de todo el mundo, o al menos eso dicen las crónicas. No tan lujoso ni tan internacional fue el complejo de ocio, con bar, restaurante y baile, que la RDA abrió después en el mismo emplazamiento. Fue un frecuentado lugar de encuentro de los berlineses orientales, de forma que su nombre, Lindencorso (2), lo ha querido mantener el grupo automovilístico Volkswagen para su sede representativa en la capital. El nuevo edificio cubre con unas arcadas el retranqueo que las autoridades comunistas habían diseñado como punto de arranque de una ensanchada Friedrichstraße, plan que no se completó a diferencia de lo ocurrido en la Wilhelmstraße.

En la acera de enfrente, al otro lado de Unter den Linden, se encontraba el tercero de los populares cafés: el Hotel y Café Victoria. En uno de esos portales, además, estuvo el Schall und Rauch (Son y Humo), la sala que dio a luz en 1902 la fórmula del cabaret berlinés. Presagios burlones: se trata del punto que más tardó en sumarse a la horma de la intersección perfecta, cubriendo el descampado que allí dejó la RDA y suprimiendo el hotel que el régimen mimó como escaparate internacional, que después subsistiría con oferta de precios ridículos para quienes querían experimentar en su propio cuerpo la estética del realismo socialista. Upper-East-Side (3), de los arquitectos GMP, es ahora vitrina para grandes marcas de moda, en los metros cuadrados más caros de la ciudad.

Para completar el cruce, queda referirse a la esquina noroeste. En ella se levanta desde 1936 la Haus der Schweiz (4) (Casa de Suiza). El edificio cuenta con una escultura de Guillermo Tell en el vértice de sus fachadas. Se trata de una de las pocas construcciones de Unter den Linden que apenas se vieron afectadas durante la Segunda Guerra Mundial, en un paseo que resultó especialmente machacado por los bombardeos.

Los Hombrecitos del Semáforo

Al cruzar de acera en acera, el paso en el semáforo posiblemente lo habrá dado la silueta de un hombrecito verde con sombrero. Son los Ampelmännschen (Hombrecitos del Semáforo): el verde, que camina –¡hacia la izquierda!, como correspondía en un país comunista–, y el rojo, que junta sus pies y extiende los brazos para impedir el paso. Lo normal es que desde que hemos comenzado el recorrido por Berlín nos hayamos topado ya con varios de ellos. Se trata de los antiguos semáforos de la RDA, que el Senado berlinés finalmente salvó de la desaparición tras la presión popular de los ciudadanos orientales. En los años siguientes a la reunificación, la presencia de los Ampelmännschen era recordatorio a cada momento de que nos encontrábamos en el este de la ciudad. Luego se han ido extendiendo también por el oeste.

Perdidas otras muchas señas de identidad, los berlineses orientales han luchado por mantener al menos ésta. La recobrada unidad alemana, más que una reunificación, fue una opa de Alemania Occidental sobre la Oriental, tanto en términos oficiales, pues no hubo fusión de países sino la integración del territorio de la RDA en la RFA, como en términos prácticos, ya que el estado de aquélla era demasiado ruinoso para exigir un pacto entre iguales. Cuando los germanorientales (Ossies, en el argot nacional) echan en cara a sus compatriotas del otro lado su falta de consideración hacia tradiciones saludables de la RDA, los germanoccidentales (Wessies) siempre recuerdan que todo el país ha incorporado una señal de tráfico que antes no existía en la RFA. Se trata de una flecha verde fija que, en el poste del semáforo, tiene prioridad sobre las señales luminosas para girar hacia uno u otro lado. No se les ocurre otro ejemplo, porque no lo hay. De forma que el monigote del semáforo se convirtió, sin pretenderlo, en símbolo del difunto Berlín-Este y adorna todo tipo de objetos de las tiendas de recuerdos. Yo mismo los compré –el verde y el rojo– como llaveros para sendos juegos de llaves y aún los sigo utilizando.

Y ya que hablamos de mobiliario urbano, también es oportuno mencionar otro diseño berlinés, éste extendido a todo el mundo: la columna de considerable diámetro que se utiliza para pegar carteles publicitarios. En Alemania se la conoce como Litfassäule (Columna de Litfass), pues apareció en 1854 como monopolio del impresor Ernst Litfass. En realidad, la idea se debió al entonces jefe de Policía de Berlín, Karl Ludwig von Hinckeldey, que tras la proliferación de pasquines pegados en las paredes a raíz de la revolución de 1848 quiso limitar ese medio de expresión. Así, encargó a Litfass la instalación de ciento cincuenta columnas por la ciudad y le concedió los derechos de su explotación publicitaria, monopolio que se mantuvo hasta 1880 y que aportó a la familia del impresor una buena fortuna. Debido a su forma ancha, algo abombada en el centro, las columnas recibieron el mote de “las damas gordas”.

La curvatura de la Tierra

Llevamos un buen rato en el cruce, y Heine recomendaba no permanecer aquí mucho tiempo parado, pues “uno aquí se constipa; sopla un fatal viento entre la Hallescher y la Oranienburger Tor”. Entre ambas Tor hay 3,3 kilómetros de longitud, lo que convierte a la Friedrichstraße en la calle más larga del centro de Berlín. Notoriamente más extensa sería después la recta que empalma las calles Unter den Linden, 17 de junio y Bismarck, pero para los contemporáneos de Heine la “gran” Friedrichstraße era una inmensidad. “Si se observa ésta, se puede uno representar la idea de la infinidad”, anotó el escritor romántico. Durante mucho tiempo se aseguró a los niños en la escuela que la curvatura de la Tierra se podía comprobar si uno se ponía en un extremo de la calzada y miraba hacia el punto opuesto. La explicación fue válida –su demostración empírica es otra cosa– hasta que el Muro cortó la calle a la altura de la Zimmerstraße. La Friedrichstraße vuelve a estar hoy abierta de lado a lado, pero seguramente en las clases de geografía se buscarán otras referencias menos próximas para ganar la fe de los pupilos sobre la redondez del planeta.

La idea de la longitud de la Friedrichstraße, en cualquier caso, es un continuo en la literatura berlinesa, probablemente porque se ve remarcada por la estrechez de la vía. Sus veintidós metros de anchura no son los propios de un bulevar. Robert Walser se sentía impresionado, en un artículo de 1909, por esa angostura: “Arriba hay un estrecha tira de cielo, abajo el liso y negruzco suelo”. Y George Grosz la dibujó en 1918 en un aprisionado revuelto de personajes diversos y edificios. Esa es la perspectiva que podemos tener desde este cruce con Unter den Linden, cuando comenzamos a descender por el tramo sur de la Calle de Federico.



© Emili J. Blasco

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